domingo, 30 de agosto de 2015

Fly

Las manos del pianista recorren como una araña el entramado blanco y negro del piano. Una bocanada de aire se cuela entre las ventanas que apresan la terraza, grande y de mármol, que da a la bahía. En la arena un par de niños vuelan cometas en un cielo que despunta tímido entre cortinas claras.
Él sacude las cenizas del cigarro mientras fija la vista en un horizonte incertero. ¿Qué se esconde más allá de las robustas columnas empedradas? ¿Acaso sus ojos no recuerdan cuando, tiempo atrás, cruzaron esa misma playa, ahogados en un mar de dudas?
La vida se compone de instantes demasiado efímeros como para contemplar su paso. A menudo te golpea y tratas de mantenerte a flote por inercia, sin estipular cada paso, sin pensar en cuál será el siguiente movimiento. Recorres entre inercia y suerte una selva de oportunidades y fracasos, con la única meta de no llegar vivo al final. Y aún así te levantas.
Suenan cálidos acordes desde el salón principal, donde parece estar listo el almuerzo. Él espera sentado en esa silla que tantos años ha sido su cárcel. El tiempo cae sobre él como nieve espesa, que a ratos le oprime y otros le libera. Busca entre la gente la afortunada que ocupara la silla vacía que hay frente a él. Está nervioso, agitado, como un adolescente. Llevaba demasiado tiempo sin jugar en estas lides. Y, ¿por qué no soñar? Él sabe que su gran amor lo vivió hace ya bastante, aunque no lo suficiente como para desinfectar las heridas que aún le duelen. Piensa en lo lejos que llego a estar, de todo este murmullo infernal a lo que llamamos cotidianidad, con ella. Y sin embargo, esa silla quedó vacía.
El frío cortante le despierta. Siempre tuvo la costumbre de asomarse al balcón nada más levantarse. Le gusta mirar las olas, esperando que le traigan respuestas a todas las preguntas que se hace. Desde pequeño fue curioso. No tuvo una vida fácil, y aún así, no le ha ido mal del todo. Recuerda el calor abrasador de su casa, los largos caminos hasta el pozo, donde llenaba las garrafas de agua. Kilómetros y kilómetros, que eran su rutina diaria. Veranos en los que llegaban algunos voluntarios con vacunas. El rojo sobrecogedor del amanecer, que en ningún otro sitio ha visto igual. Y las esperanzas, que se convirtieron en hechos y desengaños al llegar a su nueva casa.
El cigarro se acaba, y se siente más distante y más lejano de todos que cuando empezaba. Sabe que la vida que le ha tocado no ha sido regalada, sino peleada, y aún así agradece antes de acostarse, cada noche. No por él, que vive bien, si no por todos los que se quedaron en casa.
Ella llega, un bonito vestido, una sonrisa dulce y una mirada soñadora. Él se emociona al verla y es incapaz de pronunciar una palabra. Ella no entiende por qué se le escapan unas lágrimas mientras sonríe, pues es incapaz de creer cómo la vida le puede seguir haciendo esos regalos. Incapaz de asumir que aunque desde su tercera cervical su sistema locomotor no quiera responder a sus órdenes, sus sentimientos siguen funcionando a flor de piel.
Porque a menudo olvidamos que nuestro mayor obstáculo somos nosotros mismos.

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